Ruta del castillo de Angix. Guadalajara. Castilla la Mancha.
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Ruta del castillo de Angix. Guadalajara. Castilla la Mancha.
Castillo de Anguix
A Anguix (provincia de Guadalajara) se va rápidamente por la autovía de Aragón (N-II) hasta Guadalajara capital y luego por la carretera N-320, desviándose poco después de pasar Auñón por la CM-2009 hacia Sayatón.
Hay que insistir en que la ruta discurre por una finca agropecuaria de propiedad privada; no está vallada, pero es conveniente (y no cuesta nada) pedir permiso al guarda, que vive justo enfrente del lugar donde arranca el camino.
No es imprescindible, pero tampoco estorba en la mochila, el mapa 22-22 (Sacedón) del Servicio Geográfico del Ejército, o el equivalente (562) del Instituto Geográfico Nacional, ambos a escala 1:50.000
El castillo de Anguix está en un sitio tan bonito que, más que para dar leña al moro, diríase que fue construido para darle envidia, por Alá que es chulísimo, ideal de la muerte. Yérguese sobre un acantilado de más de cien metros de altura en la margen derecha del Tajo, a medio camino entre las presas de Entrepeñas y Bolarque, dominando un curvo cañón que lo ciñe a guisa de foso por todas partes menos por la de poniente, donde
la pina ladera se cubre de encinas y quejigos monumentales, de bojedalesy fragantes romerales, y más abajo, hasta donde alcanza la vista, de campos de cereales que el sol de junio torna del color de la miel de la Alcarria circundante.
Antes debía de ser aún más bello. El cronista de Abderramán III (891-961) ponderaba la brava garganta de Q.larq (Bolarque), “cuya anchura es de sólo siete brazas (12 metros) y su profundidad sólo Dios la sabe, produciendo el río tremendo ruido, que se oye desde lejos”. Poco después, hacia 1150, el caballero toledano Martín Ordóñez erigía por orden de Alfonso VII nuestro castillo, el cual pasaría por cien manos –incluidas las de la Orden de Calatrava, que ya poseía el cercano de Zorita sin prestar ningún servicio señalado, salvo el de ser testigo de cómo la presa de Bolarque convertía a principios del siglo XX aquel Tajo fiero y rugidor en un remanso de agua esmeralda
No tuvo la de Anguix la relevancia histórica de otras fortalezas de la línea del Tajo, ni tampoco puede decirse
que fuera un prodigio de arquitectura castrense: como mucho, un fuerte torrejón. Pero está en un sitio tan macanudo, que sólo por esto, un perito en castillos como el académico de la Historia Antonio Herrera Casado no ha vacilado en señalar su primacía en el orden estético en una provincia tan llena de ellos cerca de cien; por algo le dijeron Wad-al-Hayara, el valle de los castillos y tan bien emplazados como los archifamosos de Atienza y Jadraque, o como los recónditos y casi ignotos de Riba de Santiuste y Zafra, que si hay salud, visitaremos en breve.
Otra ventaja de este viejo roquero que así se llaman los castillos que se alzan sobre altas peñas es que su único acceso es un camino agrícola sólo apto para tractores y caminantes, así que no hay peligro de que los urbanícolas pongan cerco con sus coches a este reducto de pura Edad Media. Dicho camino nace en el poblado de Anguix, junto a la última casa a mano izquierda, y por él hay que echarse a andar después de pedir la venia a Amado, el guarda de estos montes que, como todo en este mundo, tienen dueño.
Media hora, a lo sumo, lleva acercarse hasta el rellano que hay al pie de la fortaleza visible en todo momento en lontananza a través de ondeantes mieses, entrepanes sangrantes de amapolas y bosquetes de encinas centenarias, podadas sus copas en parasol por el incesante ramoneo de las ovejas. Y diez minutos más, subir por una trocha evidente hasta la cresta caliza donde el castillo se levanta envuelto en una mezcla de silencio, soledad y altura que sobrecoge.
Reconstruido por última vez en el siglo XV, el pequeño castillo de Anguix tiene, si nadie lo remedia, los años
contados. Mucha es la ruina de la muralla pentagonal y sus torreones esquineros. El patio, un herbazal en el que bosteza el aljibe. Algo mejor seconserva la fuerte torre del homenaje, con calabozo en la planta baja y, en la primera, varias ventanas con poyos que invitan a sentarse a ver cómo el Tajo se acerca por el norte y se aleja por el sur serpenteando entre los cantiles como una amazónica bicha verde.
Para completar el paseo que quizá se queda algo corto cabe bajar al río por unas rodadas que bordean
un pinarcejo chamuscado al sur del castillo, y luego por una torrentera hasta la misma orilla, un paraje de rocas y aguas nítidas perfecto para bañarse. Y también de juncos y carrizos, de garzas y ánades, de buitres
y muchas otras rapaces que anidan en el acantilado de la margen contraria. Si el del castillo mide cien metros, el de enfrente, 400. En fin: un sitio cañón.
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Patricia- Ahorro Billetes
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